Por Víctor Maldonado
Piñera entregó su cuenta en medio de un ambiente tenso. Se centró en una rendición de cuentas, cuyas cifras por cada una de los siete compromisos asumidos sin duda entrarán en la polémica de los días que siguen. En especial sorprenden los datos entregados en cuanto a la solución habitacional para los damnificados por el terremoto y maremoto.
Más allá de las cifras, lo que destaca de este mensaje son tres constataciones: la tendencia permanente a presentar como logros del actual gobierno aquello que es el producto acumulado de los gobiernos anteriores (muy asociado a presentarse como una especie de punto de partida absoluto en la historia de Chile), el reconocimiento silencioso pero evidente que los principales logros de la Concertación han tenido que ser continuados, la presentación de la recuperación económica como conquista del Ejecutivo, y la recurrente referencia a que estaríamos viviendo una especie de epopeya nacional que solo se les releva a los más entusiastas partidarios del oficialismo: “los chilenos ya están sintiendo el cambio que mejorará sus vidas”.
Un discurso también habla por sus ausencias y en este caso ellas resultan muy notorias, partiendo por inexistencia de la autocrítica. No hubo una sola área de gestión en la que Piñera no se mostrara sino como completamente satisfecho. Esto es fácil de entender porque el mandatario combina las cifras de lo conseguido con la renovación de las promesas que no ha cumplido pero que, simplemente, las prorroga en el tiempo hasta una realización futura.
Sin embargo, las áreas deficitarias son fáciles de descubrir: son aquellas donde, como no hay qué mostrar y, por lo tanto, se crea un ministerio o una subsecretaria que vendrá a realizar todo lo que no se ha hecho hasta ahora.
Pero, por cierto, siempre será sospechoso un gobierno de derecha que presente la ampliación de la burocracia estatal como una solución idónea pare erradicar la pobreza, promover la cultura, expandir la práctica del deporte, defender los derechos humanos o mejorar la educación superior.
Con todo, el ausente más notorio fue la probidad. Al parecer este gobierno no tiene nada que aclarar al respecto, no tiene disculpas que ofrecer y situaciones que aclarar. El caso Kodama no existe. Los casos de cohecho no se presentan. El mal cuidado de los fondos públicos no es tema. Las renuncias de autoridades se debieron a puras casualidades.
Aquí en donde se descubre un problema endémico en esta administración. Hay un espacio para la realidad y otro espacio, separado y distinto, para los discursos. A estos últimos solo llega lo que se quiere ver y lo que se puede mostrar. Es una selección antojadiza teñida de color rosa. La sinceridad y la transparencia en política sufren con ello un golpe demoledor.
Para peor a Piñera no se le ocurrió nada mejor que terminar sus palabras con un encendido alegato en pro del respeto a las instituciones democráticas y el rechazo a la beligerancia en política. Es como si los problemas de probidad no existieran en su gobierno, el conflicto de intereses fuera un asunto de la oposición y la descalificación de los adversarios dejaran a los voceros oficialistas limpios de polvo y paja.
Sin duda el mensaje presidencial muestra avances importantes en diferentes áreas, pero creo que resulta decepcionante respecto de lo que el presidente quiso lograr con su alocución. Simplemente, no creo que haya convencido a sus auditores de que “estamos construyendo una sociedad de seguridades, oportunidades y valores”. La reiteración de los lugares comunes es el relato de los que no tienen relato, y es eso lo que ha quedado en evidencia en esta oportunidad.
El trato a los opositores merece una mención aparte. Está claro que la especialidad de gobierno no es la negociación. Para muestra está el debate sobre el posnatal. No hay recuerdo de unos días anteriores al 21 de mayo donde el oficialismo se jugara más y lograra quedar peor posicionado.
A pocas horas de iniciar Piñera sus palabras ante el Congreso Pleno, sus más inmediatos colaboradores expresaban con gestos y actitudes que habían sufrido una derrota. No es lo que decían, pero era evidente para todos que era lo que sentían.
Pero como en ocasiones anteriores, se trataba de una derrota autoinfringida, puesto que no podía pretender el restringir derechos adquiridos de las mujeres embarazadas, y esperar que la oposición tuviera que ceder por temor a quedar mal ante las graderías.
En realidad, los parlamentarios pudieron constatar que la opinión pública no estaba para nada convencida de que el proyecto de gobierno fuera un auténtico avance. Más todavía: los senadores se afirmaron cada vez más en el convencimiento de que estaban ante un mal proyecto y de que podían defender su opinión en cualquier tribuna.
Por si fuera poco los principales actores de derecha dirigieron las conversaciones con la oposición, tal como si lo que esperaran conseguir fuera un sometimiento antes que un acuerdo por negociación. Para lograr algo así debían tener un buen proyecto, un manejo sobresaliente de situaciones críticas y una capacidad incontrarrestable de imponer un mensaje en los medios de comunicación. De más está decir que no tenían nada de esto a su favor.
El gobierno había caído derrotado en su propio juego. No obtuvo ninguno de sus objetivos y entraba a la cuenta a la nación en lamentables condiciones.
Todavía podía sobreponerse a todo lo anterior si se tomaba la situación con altura de miras, se llamaba a la unidad nacional, se evitaba la crítica política de trinchera, y se evitara una andanada inusitada de nuevas promesas políticas. Lo que se trataba era de explicar cómo se iba a cumplir con todo lo prometido, lo que ya era una tarea titánica.
¿Se logró todo lo señalado este 21 de mayo? No lo creo. Será un discurso que pasará al olvido sin pena ni gloria. Demasiado vago en su relato para entusiasmar. Demasiado parcial para convencer. Su efecto se agotará en el transcurso de la semana. Los incidentes y protestas quedarán en la mente de todos, a las palabras de Piñera no les ocurrirá lo mismo.
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